Aunque el invierno comienza oficialmente la primera semana de noviembre, en realidad cada uno tiene su invierno particular. Para unos la estación empieza con el olor a castañas asadas. Para otros son las luces del El Corte Inglés o cuando el moquillo se les empieza a deslizar embarazosamente por el labio superior. Los hay que lo señalan cuando se despiertan con la mitad inferior del cuerpo dormida bajo las sábanas, mientras para otros es cuando cambian las tostadas de pan integral por los churros remojados en chocolate humeante.
Para mí el invierno es sinónimo de Baldur’s Gate II. Desde su publicación hace una década, cada invierno siento la imperiosa necesidad de reinstalar la fabulosa obra maestra de Bioware en mi ordenador, como un pajarraco movido por alguna oscura necesidad migratoria, y vuelvo a robarle horas al sueño en busca de alguna espada de ensueño que me permita sobrevivir a un nuevo reto imposible.
Es difícil encontrarle una explicación racional a este impulso, pero es precisamente en invierno cuando me resulta extrañamente reconfortante pasarme las horas encorvado sobre el teclado, como una gárgola de piedra, abusando de la pausa táctica mientras administro mis hechizos con aire meditabundo. La experiencia alcanza su máximo apogeo en los días más fríos de diciembre, cuando tengo que echarme una manta sobre mi cada vez más dolorida espalda mientras mis dedos entumecidos aporrean el teclado hasta ponerse morados.
Mientras, la pantalla va desgranando la misma historia de todos los años con importantes variaciones. La alineación del grupo de aventureros es cada vez distinta, las conversaciones diferentes y siempre surge alguna novedad imprevisible, un matiz que se me había escapado, una nueva gesta que no había encontrado hasta el momento o un mod con novedades diseñadas por los propios aficionados (bendito parche para monitores panorámicos).
Es una obra maestra infinita, con miles de secretos y emociones, que cada año me devuelve esa extraña sensación de retorno al hogar, de reencuentro con viejos amigos. Mucho más que un videojuego, Baldur’s Gate es un mundo propio que 11 años después sigue respirando, emocionando y fascinando como el primer día.
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