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Dear Esther: el paisaje como narrador

Dear Esther, como tantos otros proyectos de la escena videojueguil indie, ha ido creciendo de forma directamente proporcional al barullo generado en la comunidad a través del boca a boca. En cuatro años este experimento interactivo ha pasado de un modesto debut en 2008 como mod gratuito para Half-Life 2 a convertirse en un lanzamiento comercial autónomo que ha vendido cientos de miles de copias desde su salida, el pasado día de San Valentín, y ha ganado un buen puñado de premios. Un éxito realmente inesperado por tratarse de un no-juego que prescinde de los elementos que hacen divertido a un videojuego, la interactividad y el reto, para plantear una experiencia puramente contemplativa.

Dear Esther está más cerca de ser un simulador de paseos por el campo que de los videojuegos tradicionales. El objetivo, por llamarlo así, es recorrer en primera persona una desolada isla desierta. Mientras recorre los escenarios el protagonista, un narrador cuya identidad nunca se llega a aclarar de forma explícita, recita fragmentos de cartas dirigidas a una tal Esther. No se tarda en descubrir, a través de estas cartas, que Esther es una chica fallecida en un trágico accidente de tráfico, pero no se explica claramente quién es ella ni qué sucedió exactamente.

El deambular del anónimo narrador va desbloqueando distintas piezas del puzzle argumental, que el jugador va interpretando con no poco esfuerzo. Hay un elemento de azar en la presentación de estas cartas, de modo que dos partidas pueden generar pistas distintas que lleven a sacar conclusiones ligeramente distintas. Para complicarlo aún más, los textos están escritos de forma deliberadamente críptica, obligando a rascar detrás de cada metáfora para encontrarle un sentido a todo.

Todavía más rebuscadas que las propias cartas son las pistas que hay desperdigadas por el mapeado. Tubos de escape y piezas de coches que remiten al accidente de Esther, material quirúrgico olvidado en una casa abandonada que sugiere unos cuidados médicos que no consiguieron mantenerla con vida o la fórmula química del etanol (alcohol etílico) pintada en varios puntos de la isla, una indicación de la posible causa del accidente.

Son estos guiños dispersos por el mundo de Dear Esther los que revelan que la isla es en realidad un lugar imaginario donde el protagonista, cuya identidad depende de la interpretación que el jugador quiera darle a los datos recopilados durante su viaje, da forma física a su infelicidad, una amargura también abierta a interpretación. Lo cerebral y lo emocional se dan la mano en este no-juego donde no hay nada que hacer salvo pasear, observar, escuchar y reflexionar, un plato de difícil trago que se las arregla para conmover a pesar de su enmarañado guión.

La clave está en la cuidada puesta en escena. Que el jugador entienda o no qué demonios está haciendo en ese paisaje emocional no es algo primordial para disfrutar de Dear Esther. Recorrer sus bellísimos escenarios, plácidos e inquietantes a partes iguales, relajarse con la excelente música de fondo y sentir el viento agitando la hierba gracias a los logradísimos efectos de sonido, es una experiencia tan satisfactoria por sí sola que esta primera obra de The Chinese Room seguiría valiendo la pena aunque se la despojara de su pretencioso trasfondo. Porque por encima de todo Dear Esther es esa isla desierta que todos hemos querido tener alguna vez, un lugar secreto donde almacenar toda la culpa, la pérdida y los remordimientos. Un refugio a dos clics de distancia donde reflexionar durante unos minutos sin rompecabezas que resolver ni enemigos a los que matar.

nota4

 

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