Al llegar a Everybody’s Gone to the Rapture nadie se imaginaría que se trata de un juego sobre el fin del mundo. Ambientado en un idílico pueblo de la campiña inglesa, no hay ruinas de hormigón, ciudades inundadas, naves alienígenas ni muertos vivientes putrefactos. Las casas están en perfecto estado, los jardines tienen el césped recién cortado y el sol brilla con la armonía de un domingo de primavera. Tras dar los primeros pasos, empieza a crecer la sensación de que algo no encaja. No hay pájaros cantando, las calles están desiertas y los vecinos parecen haber desaparecido sin dejar rastro. Un silencio sobrenatural se ha apoderado del pueblo.
De paseo por el pasado
El estudio británico The Chinese Room recupera, para su tercer proyecto, el planteamiento de Dear Esther. Como su ópera primera, Everybody’s Gone to the Rapture también puede enmarcarse dentro del discutido género de los «simuladores de paseos», aunque a una escala mucho mayor. Se ve mucho más bonito, es mucho más largo y también se vende más caro, pero en el fondo la fórmula sigue siendo la de pasear por un escenario relativamente abierto recopilando piezas de información que van dibujando una historia.
Si en Dear Esther la narrativa llegaba a través de las líneas de una carta leída por una voz en off, en Everybody’s Gone to the Rapture las piezas del puzzle adoptan la forma de halos luminosos. Estos elementos parecen ser ecos de la existencia de los habitantes desaparecidos, como si su propia esencia vital hubiera quedado tan unida al pueblo que hubiera acabado formando parte del lugar. Alcanzar estas luces nos permite descubrir, a través de pinceladas, algunos fragmentos del pasado. Estos episodios nos ayudan a comprender no sólo la naturaleza del fenómeno sino también los lazos que unían a los habitantes de esta pequeña comunidad. Fantasmas de sus rencillas, amores y celos antes de la llegada de un acontecimiento mayor.
La capa de drama humano que ha conseguido crear The Chinese Room está logradísima y desprende una gran emotividad. Todo el mérito es de un guión fabulosamente bien escrito. Es sutil y elegante, plagado de pequeños detalles que pueden requerir un segundo recorrido para darles sentido. Es una pena que estos logros se queden en un bosquejo debido a lo limitadísimo del planteamiento. Y es que la interactividad brilla por su ausencia en Everybody’s Gone to the Rapture. Como también se ha visto en el Metal Gear Solid V, desbloquear clips de audio no es la mejor manera de contar una historia en un videojuego y aquí eso se hace especialmente patente porque es lo único que se puede hacer en este caso: pasear por el escenario en busca de nuevos clips de audio que nos cuenten algo nuevo.
El apartado más problemático está en la propia exploración del mapeado, que es el núcleo de la experiencia. Por un lado, a nivel audiovisual es una experiencia de una belleza arrebatadora. Cada rincón del pueblo es una verdadera postal que invita a usar continuamente el botón «share» de PS4 para tomar capturas (las imágenes que ilustran esta reseña las he tomado yo mismo desde la propia consola). Tanto a nivel gráfico como de diseño el resultado es muy remarcable, fotorrealista incluso, y realmente apetece perderse por esos prados, descubrir el interior de las casas de campo o bañarse en el río.
Todo es tan bello que no debería echarse en falta mayor motivación que el simple placer del paseo. Lamentablemente este grandísimo trabajo se ve arruinado por la absurda lentitud de movimiento. Recorrer el escenario debería ser un placer, y está diseñado para ello, pero la inexplicable velocidad de tortuga lo convierte en algo tedioso. Ignoro si es una decisión consciente o algún tipo de limitación técnica del motor, pero un juego basado al 100% en la exploración no puede permitirse el lujo de venirse abajo por un ritmo que la lastra irremediablemente. Un defecto que se ve agravado aún más por determinados momentos de confusión donde acabas dando vueltas como un tonto porque no está claro hacia dónde hay que ir.
Veredicto
Everybody’s Gone to the Rapture es uno de esos casos que dan pena. Tiene todos los ingredientes para haber sido una experiencia inolvidable, pero cava su propia tumba por culpa de un desarrollo plomizo que convierte su lirismo preciosista en una sucesión de bostezos. Resulta especialmente frustrante porque esos problemas ya estaban en Dear Esther pero eran soportables gracias a su brevedad y concisión.
El paseo que propone Everybody’s Gone to the Rapture no sólo es más largo, sino que da la impresión de serlo aún más. Un paseo frustrante de cuatro a seis horas, tan sólo iluminado por algunos haces (como los que encontramos en las calles del pueblo) de genialidad.